FANTASMAS EN LA LAGUNA
Un viento seco y caliente se adueñó del lugar, levantando la arena del valle hacia el majestuoso cielo, empañando la luminosidad. Su vista se volvió borrosa, mientras transitaba el estrecho sendero del cementerio de la Laguna del Guanacache.
En un rincón, casi intacto, se encontraba el oscuro árbol de los lamentos, con cientos de años acumulados. Erguido, siempre dispuesto a desafiar al visitante del lugar: el zonda. Aquel que acecha con voz tenebrosa, y ritmo incesante, el que asfixia los pulmones y obliga a refugiarse en las viviendas de caña y paja, tan débiles y al mismo tiempo tan acogedoras como la vida misma.
Elena volvió su mirada a ese árbol, al de sin años, al de millones de azotes, torturas, castigos y matanzas. Testigosilencioso e impune, con el trofeo de estar vivo, todavía.
Sus heridas habían cicatrizado con el paso del tiempo. Su cadáver las había borrado, pero las más profundas, la de la vanidad, el orgullo y la injusticia, latían con la misma fuerza, vibrante e insaciable.
Sus heridas habían cicatrizado con el paso del tiempo. Su cadáver las había borrado, pero las más profundas, la de la vanidad, el orgullo y la injusticia, latían con la misma fuerza, vibrante e insaciable.
Hincada sobre la tumba de su amado, lo dibujó, mientras lo recordaba. Umaco, esbelto, de frente ancha, mentón puntiagudo, pelo largo, ojos oscuros y almendrados, de carácter fuerte y obstinado.
Un amor apasionado había unido al hijo del cacique con una quinceañera, fruto amargo y pecaminoso de origen español. El jefe de la tribu, temeroso que la sangre indígena se mestizara, y vencido ante el inquebrantable lazo que los unía, eligió desterrar a su hijo, enviándolo a realizar trabajos en las minas del sur de Chile.
El terror a la oscuridad, su cuerpo llagado, la sed y el hambre condujeron a Umaco a la muerte.
Elena, de tez blanca, ojos pardos, cabello lacio y voz suave, quedó atrapada por el odio, la furia, y la venganza.
Una noche clara, guió su mano, clavando un cuchillo en el torso del cacique.
Fue condenada por la comunidad huarpe.
Recibió a la muerte, casi como un premio, ansiosa por reposar en los brazos de su amado y en la eternidad. Sin embargo, nunca lo encontró.
Sintió dolor en sus rodillas apoyadas en la lápida de Umaco, mientras una sensación de extremo calor se apoderaba de cada estructura de su delgado cuerpo.
Ahí se levantó.
Desde su garganta provino el impulso de gritar: ¡estoy viva! ¡soy Elena!. Así lo hizo, pero nadie la escuchó.
Ese lugar, su gran refugio, el de la inmensa laguna, habitado por indígenas y españoles, cultivado por maíz y trigo, el de la capilla cómo símbolo de la colonización, estaba sólo habitado por fantasmas y ella era uno de ellos.
Aterrorizada, volvió a donde sólo moran los muertos rechazados por la Divinidad. La tierra se abrió y se zambulló. Ella sabe que con súplicas y llantos incansables, volverá, como un relámpago a estallar, dejando atrás, aunque sea por unos instantes, la oscuridad.
Mónica G. López