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Fueron las dos primeras palabras que invadieron mi mente... ¿seré una loca delirante?... no tengan dudas.
No soy escritora, sólo una feroz lectora recorriendo el infinito mundo de las letras.
Es mi espacio, y el de ustedes, para que podamos compartir toda clase de escritos, locuras y delirios.
Fascinarse y adorar el momento de crear personajes; soñarlos, sentirlos, vivirlos y desaparecer junto a ellos, es una vivencia casi inexplicable en el universo de los cuentos, poesías, novelas, y de toda clase de textos.
Para vos Facundo, es uno de mis legados. Crear, hijo, es un bálsamo, una caricia, un remedio para el alma.
Los invito a sumergirnos, descubrir la luz y la oscuridad del ser sin espantarnos, buscando las palabras, si las hay, para transmitir el fascinante mundo de lo que somos, de lo que decimos ser y de lo que inventamos.
Mónica G. López



domingo, 12 de diciembre de 2010

Fantasmas en la laguna

                           FANTASMAS EN LA LAGUNA
  Un viento seco y caliente se adueñó del lugar,  levantando la arena del valle hacia el majestuoso cielo, empañando la luminosidad. Su vista se volvió borrosa, mientras transitaba el estrecho sendero del cementerio de la Laguna del Guanacache.
  En un rincón, casi intacto, se encontraba el oscuro árbol de los lamentos, con cientos de años acumulados. Erguido, siempre dispuesto a desafiar al visitante  del lugar: el zonda. Aquel que acecha con voz tenebrosa, y ritmo incesante, el que asfixia los pulmones y obliga  a refugiarse en las viviendas de caña y paja, tan débiles y al mismo tiempo tan acogedoras como la vida misma.
   Elena volvió su mirada a ese árbol, al de sin años, al de millones de azotes,  torturas,  castigos y  matanzas. Testigosilencioso e impune, con el trofeo de estar vivo, todavía.
 
   Sus  heridas habían cicatrizado con el paso del tiempo. Su cadáver las había borrado, pero las más profundas, la de la vanidad,  el  orgullo y la  injusticia, latían con la misma fuerza, vibrante e insaciable.

  Hincada sobre la tumba de su amado, lo dibujó, mientras lo recordaba.   Umaco, esbelto, de frente ancha, mentón puntiagudo, pelo largo, ojos oscuros y almendrados, de  carácter  fuerte y obstinado.

  Un amor apasionado había unido al hijo del cacique con una quinceañera,  fruto amargo y pecaminoso de origen español.   El jefe de la tribu, temeroso que la sangre indígena se mestizara, y  vencido ante el inquebrantable lazo que los unía, eligió desterrar a su hijo, enviándolo a realizar trabajos en las minas del sur de Chile.
 
  El terror a la oscuridad, su cuerpo llagado, la sed y el hambre  condujeron a Umaco a la muerte.

   Elena,  de tez blanca,  ojos pardos,  cabello lacio y voz suave, quedó atrapada por el odio,  la furia, y  la venganza.

  Una noche clara, guió  su mano, clavando un cuchillo en el torso  del cacique.

  Fue  condenada por la comunidad huarpe.

  Recibió a la muerte, casi como un premio,  ansiosa  por reposar en los brazos de su amado y en la eternidad.  Sin embargo, nunca lo encontró.

  Sintió dolor en sus rodillas apoyadas en la lápida de Umaco, mientras una sensación de extremo calor  se apoderaba de  cada estructura de su  delgado cuerpo.

  Ahí se levantó.

  Desde su garganta provino el impulso de gritar: ¡estoy viva! ¡soy Elena!. Así lo hizo, pero nadie la escuchó.

  Ese  lugar, su gran refugio, el de la inmensa laguna,   habitado por  indígenas y españoles,  cultivado por maíz y trigo,  el de la capilla cómo símbolo de la colonización, estaba sólo habitado por fantasmas y ella era uno de ellos.

  Aterrorizada,  volvió a donde  sólo moran los muertos rechazados por la Divinidad. La tierra se abrió y  se zambulló. Ella sabe que con  súplicas y llantos incansables, volverá,  como un relámpago a estallar,  dejando atrás, aunque sea por unos instantes, la oscuridad.  

                                                              
                                                                                    Mónica G. López

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