Sus días eran opacos, invisibles, rutinarios. Vestía elegante; traje azul, negro o gris, acompañado de corbatas sobrias y zapatos brillantes.
Su cabello siempre ordenado, contorneaba una cara enmascarada de sonrisas dibujadas.
Él debía y se aferraba a dogmas sociales y familiares inexistentes.
Se ocultaba en la mentira, en una vida diminuta y solitaria, aun cuando una esposa y dos hijos eran las fotos que ocupaban, su soberbio escritorio.
Realizaba viajes fugaces inmerso en la música que un centenar de cd los trasladaban a un mundo real del cual era invisible.
Por destino, casualidad, o magia, sus ojos comenzaron a brillar. En instantes encontró sus sueños no cumplidos, el despilfarro del tiempo sin retorno, las noches que sin voces lo enloquecían, las oscuridades casi eternas envueltas en carcajadas y desconsuelo.
Sin abrigo, muerto de frío, escapó de fantasmas, del pasado y del presente.
Quizás fueron besos y caricias entregadas a destiempo por otra mujer sin rostro, las que colmaron su alma dejando un sombrero de ilusiones, destellos de un futuro que, aun siendo incierto, enterraron cadáveres que juraban amarlo, sin sentirlo.
Fueron esos dos corazones que latiendo ocultos, el de él y el de ella, los que se encontraban a escondidas. para mirarse, tocarse y reflejarse en el mismo espejo.
Ninguno de los dos sabia de la intensidad de ese encanto y de la atracción que los unía.
Caminaron juntos, sin promesas, sin llenar los oídos de frases hechas, y fueron ésas las que sobrevivieron a la muerte en cada silencio.
Ni un te quiero, ni un te amo, se dijeron, pero danzaron unidos al compás de la música, sin detenerse.
En un viaje de ida y sin retorno, decidieron unirse para siempre.
Mónica G. López
No hay comentarios:
Publicar un comentario