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Fueron las dos primeras palabras que invadieron mi mente... ¿seré una loca delirante?... no tengan dudas.
No soy escritora, sólo una feroz lectora recorriendo el infinito mundo de las letras.
Es mi espacio, y el de ustedes, para que podamos compartir toda clase de escritos, locuras y delirios.
Fascinarse y adorar el momento de crear personajes; soñarlos, sentirlos, vivirlos y desaparecer junto a ellos, es una vivencia casi inexplicable en el universo de los cuentos, poesías, novelas, y de toda clase de textos.
Para vos Facundo, es uno de mis legados. Crear, hijo, es un bálsamo, una caricia, un remedio para el alma.
Los invito a sumergirnos, descubrir la luz y la oscuridad del ser sin espantarnos, buscando las palabras, si las hay, para transmitir el fascinante mundo de lo que somos, de lo que decimos ser y de lo que inventamos.
Mónica G. López



lunes, 13 de mayo de 2013


                                         El accidente
    - Mueve los párpados - dijo Ramiro
    - Son reflejos. Todavía no hay movimientos. Hay que esperar -afirmó el Doctor Altamirano.
    Llevaba más de una semana en coma. Estaba internado en la unidad de terapia intensiva del Hospital Italiano.
    La sala de espera, siempre llena de amigos y familiares. Angustiados, no perdían la fe en que Matías se recuperara.
    Tenía más de cuarenta años, divorciado de Mariana, vivía con su único hijo, Ramiro.
    Sus padres recuerdan ese día: “Nos llamó desesperado, cerca de las cuatro de la tarde. Nos dijo que un comisario lo había llamado al celular porque Ramiro había tenido un accidente. Que lo iban a llevar a la casa en un móvil”.
    Matías estaba trabajando cuando recibió el llamado. Le avisó al gerente del banco. Manejó hasta su casa. Cuando llegó, no estaba Ramiro. Tampoco la policía. Se desesperó.
    El teléfono celular volvió a sonar.
    - ¿Señor González llegó a su casa?
    - Sí -respondió.
    - Le pido que  se acerque al Hospital Italiano.
    - ¿Cómo está Ramiro?
    - Lo espero en el hall del Hospital.
    - Por favor, dígame si Ramiro está bien.
    - Los chicos que viajaban en el ómnibus no tenían identificación. Hay algunos que se encuentran en la morgue,  cinco en observación y uno  ileso. Tenemos dudas respecto de la identidad de su hijo. Hay uno de ellos que dijo que creía que su apellido era González. Pero hay dos con el mismo apellido.  Los teléfonos de los padres  estaban en la agenda del entrenador. Él murió - dijo el Comisario.
    Luego de escuchar, Matías se desmayó.
    Eva, la empleada, llamó a la ambulancia.
    Fue trasladado al Hospital. Había sufrido un accidente cerebro vascular.
    El comisario se acercó al adolescente que  no había sufrido heridas.
    - ¿Estás más tranquilo? - le preguntó.
    - Si, respondió.
    - ¿Ahora podés recordar tu nombre?
    - Me llamo Ramiro González. Por favor llame a mi papá.
   - Ya le avisé. En un rato te viene a buscar.
   Ramiro, ansioso esperaba la llegada de su padre en una habitación del primer piso del hospital, acompañado por el comisario.
   Sintió la sirena de una ambulancia
   Se acercó a la ventana.
   En una camilla bajaban a un hombre.
   Era su papá.



domingo, 24 de junio de 2012


                                      La Cita

Despertó. A su costado, sobre la sábana, el charco de sangre olía a jazmines. A libertad.
Cubierta por un camisón de seda color gris, bebió café mientras ojeaba los títulos más destacados del diario. Fantaseó con ser leída al día siguiente.
La ausencia del reloj, la tranquilizó.
Visitó algunas fotografías atrapadas entre tinieblas. Revivió emociones. Contempló su atelier, el inmaculado cuarto de sus hijos, y el imponente escritorio que ridiculizaba la soberbia y el narcisismo.
Repasó una y otra vez la carta que, sin destinatario, no tenia final.
Luego de una ducha caliente, eligió para la ocasión un vestido de raso colorado y tensó su cabello con una hebilla de diamantes y esmeraldas.
Despojándose del mundo, se sentó a esperarla.
Ella, por la ventana, se asomó.
Sus ojos se iluminaron e, hincada, imploró que la llevara.
No hubo luz intensa, ni infinita.
Tendida, al costado del charco de sangre, dos hombres vestidos de blanco la auxiliaron.
                                                               Mónica G. López

viernes, 13 de enero de 2012

Simple... a mano alzada.... es nada...

Fue nada. Era nada. Su futuro era la nada.
Se burló del tiempo,  con tinieblas densas y oscuras.
Sentada en el vacío, lucía el idilio, mientras el ocaso la apagaba.
Sollozaba a destiempo, interrumpida por carcajadas prestadas.
El horizonte finito marchitaba el jazmín que se apoderaba de sus manos.
Inmóvil, invisible, aparentaba una felicidad comprada.
Soñaba,  al compás de una decena de muñecas que la rodeaban, y fueron ellas la que la sorprendieron llorando.
Sin coraje, huía del  miedo y la soledad, sin saber que eran las que la acompañaban.
Sola, en silencio, despertó.
Los zurcos de su piel la alertaron de que su vida estaba terminada.

                                                                        Mónica G. López

viernes, 4 de marzo de 2011

La Subasta

 
                                      

   Una mujer uniformada de verde no vio a quien subió la escalera. Le avisaron del tercer piso, que se encontraba entre los invitados especiales para el remate de un cuadro inédito pintados por Salvador Dali, una persona de sexo masculino, de origen asiático, que vestía elegante, pero con una credencial dudosa. De inmediato, se hizo presente el jefe de la custodia, que  lo invitó a mantener un diálogo en su reducido despacho. Luego de un saludo breve y distante, sacó de la billetera su identificación, se trataba del señor Hi Yang, un exitoso empresario japonés. Las disculpas fueron en vano, ante la mirada ofuscada del señor Yang, que se retiró para ocupar uno de los primeros asientos del salón.
   Minutos después, por la misma escalera, la mujer de uniforme color verde oliva,  interceptó a diez hombres también de origen asiático, quienes se presentaron como los custodios del señor Yang, no tuvo alternativa, ni tampoco duda de que debería dejarlos ingresar. Unos de los hombres más poderosos de ese continente, debía tener una decena de caballeros custodiando  sus pasos.
  El salón amplio iluminado por imponentes ventanales en los que el Empire State y la Statue of Liberty  embelesaban la  mirada del menudo hombre oriental, mientras sus pupilas se dilataban rítmicamente al compás de las luces de esa descomunal ciudad.
  Esa sensación se detuvo ante la figura esbelta,  los rasgos frescos, el andar pausado y sensual, de la subastadora.  Su presentación cautivó la atención del público. Luego de una pequeña referencia  a la vida  del pintor, precisó que la obra que se subastaba había sido pintada en honor a Sigmund Freud y que fue encontrada en la caja fuerte de una amiga de su hija Anna,  llamada Alice  quien la había acompañado durante sus últimos tiempos.
   Se levantó el raso negro que la cubría. El célebre Dalí había plasmado el memorable diván, a  Freud, en compañía de su hija Anna,  anciana y en sillas de ruedas.
  Algunos quedaron impactados, otros admirados, hubo silencios,  comentarios. Todos sabían de Anna, ninguno había imaginado, esa escena, la dualidad de la silla de rueda con el diván, tan preciado para el psicoanálisis.
  Las ofertas comenzaron, la competencia se volvió feroz, mientras el señor  Yang parecía adormecido ante la imponente pintura. Su asistente, con extrema prudencia le dijo que debía apresurarse a realizar la oferta.
  El señor Yang, absorto, miraba fijamente los ojos de Anna. Ella  le relató que había llamado a la muerte, luego de padecer un ataque cerebral que le afectó el habla y motricidad, que ese cuadro era un espanto, pues opacaba el  brillo que logró con el psicoanálisis infantil y las tareas humanitarias.
  Con timidez y casi como una súplica  le pidió que no lo compre .Él miró a los costados, temiendo que esa voz haya sido escuchada,  pero la subasta continuaba. Sintió que enloquecía.
  Su asistente, lo observaba, sabía de la manda de la esposa del señor Yang. Ella era una de las coleccionistas de cuadros más famosas y él debía adquirir el cuadro a cualquier valor.
  Fue en ese momento cuando Anna usó el preciado diván llevándolo al Señor Yang. Él le confesó que padecía una profunda desesperación. Ella le pidió que cerrara los ojos y que comenzara a hablar.
  Fue un relato, donde los protagonistas eran: sus frustraciones,  angustias, los dolores del amor y el desamor. Anna lo escuchaba, y luego de  realizar algún aporte, él continuaba relatando su desgraciada vida,  el tormento de su matrimonio, el carácter fóbico y obsesivo de su mujer. El tiempo se detuvo, el Señor Yang  permanecía  con los ojos sellados.
  Su asistente, lo palmeó con brusquedad en su hombro izquierdo, comunicándole que había llegado el momento.
   El Señor Yang levantó la mano y ofreció dos millones de dólares por la pintura. La subasta se cerró.
  Luego de los aplausos, Anna apagó sus ojos, mientras nuevamente la cubrían con el manto oscuro.
  El señor Yang llegó a Tokio, donde lo esperaba su mujer. Luego de que el mayordomo bajara las maletas del automóvil, ella le preguntó por el cuadro, él ingresó a su casa, ella lo siguió. Él le contestó:
- Dejé a  Anna en la caja fuerte del Banco, como me lo pidió


domingo, 12 de diciembre de 2010

Fantasmas en la laguna

                           FANTASMAS EN LA LAGUNA
  Un viento seco y caliente se adueñó del lugar,  levantando la arena del valle hacia el majestuoso cielo, empañando la luminosidad. Su vista se volvió borrosa, mientras transitaba el estrecho sendero del cementerio de la Laguna del Guanacache.
  En un rincón, casi intacto, se encontraba el oscuro árbol de los lamentos, con cientos de años acumulados. Erguido, siempre dispuesto a desafiar al visitante  del lugar: el zonda. Aquel que acecha con voz tenebrosa, y ritmo incesante, el que asfixia los pulmones y obliga  a refugiarse en las viviendas de caña y paja, tan débiles y al mismo tiempo tan acogedoras como la vida misma.
   Elena volvió su mirada a ese árbol, al de sin años, al de millones de azotes,  torturas,  castigos y  matanzas. Testigosilencioso e impune, con el trofeo de estar vivo, todavía.
 
   Sus  heridas habían cicatrizado con el paso del tiempo. Su cadáver las había borrado, pero las más profundas, la de la vanidad,  el  orgullo y la  injusticia, latían con la misma fuerza, vibrante e insaciable.

  Hincada sobre la tumba de su amado, lo dibujó, mientras lo recordaba.   Umaco, esbelto, de frente ancha, mentón puntiagudo, pelo largo, ojos oscuros y almendrados, de  carácter  fuerte y obstinado.

  Un amor apasionado había unido al hijo del cacique con una quinceañera,  fruto amargo y pecaminoso de origen español.   El jefe de la tribu, temeroso que la sangre indígena se mestizara, y  vencido ante el inquebrantable lazo que los unía, eligió desterrar a su hijo, enviándolo a realizar trabajos en las minas del sur de Chile.
 
  El terror a la oscuridad, su cuerpo llagado, la sed y el hambre  condujeron a Umaco a la muerte.

   Elena,  de tez blanca,  ojos pardos,  cabello lacio y voz suave, quedó atrapada por el odio,  la furia, y  la venganza.

  Una noche clara, guió  su mano, clavando un cuchillo en el torso  del cacique.

  Fue  condenada por la comunidad huarpe.

  Recibió a la muerte, casi como un premio,  ansiosa  por reposar en los brazos de su amado y en la eternidad.  Sin embargo, nunca lo encontró.

  Sintió dolor en sus rodillas apoyadas en la lápida de Umaco, mientras una sensación de extremo calor  se apoderaba de  cada estructura de su  delgado cuerpo.

  Ahí se levantó.

  Desde su garganta provino el impulso de gritar: ¡estoy viva! ¡soy Elena!. Así lo hizo, pero nadie la escuchó.

  Ese  lugar, su gran refugio, el de la inmensa laguna,   habitado por  indígenas y españoles,  cultivado por maíz y trigo,  el de la capilla cómo símbolo de la colonización, estaba sólo habitado por fantasmas y ella era uno de ellos.

  Aterrorizada,  volvió a donde  sólo moran los muertos rechazados por la Divinidad. La tierra se abrió y  se zambulló. Ella sabe que con  súplicas y llantos incansables, volverá,  como un relámpago a estallar,  dejando atrás, aunque sea por unos instantes, la oscuridad.  

                                                              
                                                                                    Mónica G. López

viernes, 19 de noviembre de 2010

Extraños en el camino

 Sus días eran opacos, invisibles, rutinarios. Vestía elegante; traje azul, negro o gris, acompañado de corbatas sobrias y zapatos brillantes.
 Su cabello siempre ordenado, contorneaba una cara enmascarada de sonrisas dibujadas.
 Él debía y se aferraba a dogmas sociales y familiares inexistentes.
 Se ocultaba en la mentira, en una vida diminuta y solitaria, aun cuando una esposa y dos hijos eran las fotos que ocupaban, su soberbio escritorio.
 Realizaba viajes fugaces inmerso en la música que  un centenar de cd los trasladaban a un mundo real del cual era invisible.
 Por  destino,  casualidad,   o magia, sus ojos comenzaron a brillar. En  instantes encontró sus sueños no cumplidos, el despilfarro del tiempo sin retorno, las noches que sin voces lo enloquecían, las oscuridades casi eternas envueltas en carcajadas y desconsuelo.
 Sin abrigo, muerto de frío, escapó de fantasmas, del  pasado y  del  presente.   
 Quizás fueron besos y caricias entregadas a destiempo por otra mujer sin rostro, las que colmaron su alma dejando un sombrero  de ilusiones, destellos de un futuro que, aun siendo incierto, enterraron cadáveres que juraban amarlo, sin sentirlo.
 Fueron esos dos corazones  que latiendo ocultos, el de él y el de ella,  los que se encontraban a escondidas. para mirarse, tocarse y reflejarse en el mismo espejo.
 Ninguno de los dos sabia  de la intensidad de ese encanto y de la atracción que los unía.
 Caminaron juntos,  sin promesas, sin llenar los oídos de frases hechas, y fueron ésas  las que sobrevivieron a la muerte en cada silencio.
 Ni un te quiero, ni un te amo, se dijeron, pero danzaron unidos al compás de la música, sin detenerse.
 En un viaje de ida y sin retorno, decidieron unirse para siempre.

                                                                                       Mónica G. López

miércoles, 17 de noviembre de 2010

¿locuras? ¿delirios?

 Fueron las dos primeras palabras que invadieron mi mente... ¿seré una loca delirante?... no tengan dudas.
No soy escritora, sólo una feroz lectora recorriendo el infinito mundo de las letras.
 Fascinarse y adorar el momento de crear personajes; soñarlos, sentirlos, vivirlos y desaparecer junto a ellos, es una vivencia casi inexplicable en el universo de los cuentos,  poesías,  novelas, y de toda clase de textos.
 Para vos Facundo, es uno de mis legados. Crear, hijo, es un bálsamo, una caricia, un remedio para el alma.
 Los invito a sumergirnos, descubrir la luz y la oscuridad del ser sin espantarnos, buscando las palabras, si las hay, para transmitir el fascinante mundo de lo que somos, de lo que decimos ser y de lo que inventamos.

                                                                                                                           Mónica G. López